viernes, 15 de julio de 2011

Anna W.


Allá por el año 2002, participé en un concurso de novela español con mi ópera prima (y única), Fuego Fatuo. El certamen estaba organizado por la Fundación Cabana y, entre la inscripción y el dictamen final, pasaron largos meses. Este lapso, lejos de resultar agobiante, sirvió para que se forjara una especie de amistad literaria y epistolar entre algunos de quienes habíamos enviado nuestras obras –eran los albores de los foros de internet, el esbozo –sin restricción de caracteres- de lo que es hoy con todo su furor Twitter, y casi todos dedicábamos una parte del día a dejar algún comentario sobre libros que nos habían gustado, opiniones sobre nuestras obras (todos, a decir verdad, éramos bastante benevolentes con la obra del otro, a quien probablemente veíamos como un amigo antes que un contrincante), o simplemente departiendo sobre la vida en general. Algunas enemistades, creo recordar, también se forjaron al calor de la verborragia que nos proporcionaba el debutar en la red.

Los que terminamos siendo los diez finalistas pudimos cultivar, con el tiempo, una relación distinta, de más respeto, de curiosidad mutua también. Algunos de ellos se perdieron totalmente, otros jamás volvieron a escribir –como es mi caso-, otros ya eran autores consagrados para entonces, como era el caso de Gustavo Nielsen. Con algunos, como Juan Brian Doyle o Gustavo Vaca Narvaja, intentamos sostener una amistad que se fue diluyendo con el tiempo.

Una de las concursantes, y decididamente la más misteriosa, era española y se llamaba Anna Wohlgeschaffen. Anna se había convertido en una de mis preferidas: solíamos escribirnos e-mails casi a diario explicándonos mutuamente por qué la otra merecía ser la ganadora (su novela, La Sonrisa de los Dioses, me había parecido sinceramente genial), tirándonos flores, fantaseando con la idea que una viajara a Argentina o la otra a España para poder seguir charlando sobre libros…

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El hecho es que Anna era de las más participativas, combatientes y polémicas en los foros: se hacía por igual de amigos y enemigos, tiraba bombas, me elogiaba la novela y los cuentos cortos (una vez dijo que le recordaban a Sylvia Plath y la pandilla de escritores se le vino encima, burlándose de la comparación, aunque para mí era suficiente, y ya no había nada que pudiera empañarme el placer)

Poco a poco, empezaron a circular las especulaciones sobre Anna: que en realidad se trataba de una escritora famosa utilizando un seudónimo, que era un hombre –la resistencia de Anna de publicar una foto, incluso en su propio libro, alimentaba este mito, así como también el hecho de que simultáneamente hubiera aparecido por el foro un irreverente comentador alemán que me defendía a capa y espada y tenía un estilo muy parecido al de Anna…)

Tan amigas epistolares nos hicimos que incluso una vez Anna me envió una verdadera carta postal: era una carta larga, sentida, y la acompañaba una foto de ella, en la que sólo se veía a una mujer de cabello corto caminando a lo lejos por la playa, tan lejana que era imposible vislumbrar sus facciones.

El hecho es que el concurso lo ganó, finalmente, Anna Wohlgeschaffen y su maravillosa novela.

Recuerdo que la mañana del veredicto, P. se levantó temprano, entró al sitio de la Fundación, y luego vino a la cama a decirme simplemente: “Ganó Anna”. No me puse triste. Corrí a escribirle una felicitación y ella, desde el lugar del mundo donde se encontraba (viajaba todo el tiempo), me respondió que el premio la hacía feliz, pero más aún haber ganado una amiga. Prometió que yo sería la primera en recibir la novela y al poco tiempo la tuve en casa, flamante (se la había publicado Mondadori, lo cual era casi como tocar el cielo con las manos para un escritor novel). Poco después la misma editorial le publicó también Eris la Diosa y otros cuentos, y ella tuvo la gentileza de enviármelo aunque hacía tiempo que no manteníamos contacto alguno.

Como sea, Anna siempre fue un misterio y como tal se fue desvaneciendo en el aire, al punto de que nadie ha visto una fotografía suya hasta hoy (exceptuándome a mí y la difusa imagen de la playa), y si se la pone en un buscador de internet, aún en este mundo tan globalizado en el que vivimos, es muy poco lo que se obtiene, salvo un blog que ella misma creó para luego abandonarlo, sus obras a la venta en Amazon, y poco más que eso.

Para terminar, transcribo un fragmento de una de sus cartas, que la pinta bastante tal como era:

Ver tu mail me alegra el día (bueno, la noche). Estoy en Berlin, negociando. Llegué esta mañana, he pasado un par de rondas entre la tarde y la cena, y estoy exhausta. La tercera y definitiva será mañana, a partir de las diez. Tengo el pálpito (odio decir ‘feeling’) de que llegaremos a un acuerdo (con la editorial). En general estamos OK en todo, menos en el dinero (lo que pasa siempre). Yo diría que hay 4 de 5 posibilidades de que al final me case con esta gente para los próximos dos años. Te lo diré el domingo, cuando vuelva. Acabaremos a la hora de comer. Después me apetece recuperar mis genes más ocultos, y perderme por Berlin hasta el vuelo de regreso. A ti te puedo contar cosas que sólo le puedo contar a mi pareja (y te ruego me perdones, pero no sé por qué). Una es, quizá lo hayas notado, que algo de mi Ena es mío. Bueno, más que ‘algo’. Mucho, no te quiero cantar una milonga (no sé si para vosotros esto significa lo mismo que para nosotros; los españoles, cuando escuchamos un cuento muy elaborado pero del todo inverosímil, decimos que nos están cantando una milonga). Cuando estoy aquí me siento muy, pero que muy prusiana. No sé si conoces Berlin. Para vosotros (intuyo que eres judía, aunque nunca me lo has dicho) Berlin debe representar el summun del horror, pero no te dejes arrastrar por las apariencias. Los prusianos jamás fueron antisemitas. Los fueron los bávaros, y los sajones, y los austriacos, y sobre todo los polacos, pero jamás los prusianos. Los prusianos jamás pusieron mala cara a los que querían ser prusianos. Era tan difícil encontrar a nadie que lo quisiera ser...

lunes, 11 de julio de 2011

El Gorila Invisible


La Universidad de Harvard, además de servir de fuente (real o ficticia) de casi todo estudio científico que se publica en las revistas chapuceras, muy a menudo produce interesantes trabajos en lo que felizmente se conoce como “psicología científica” (en contraposición con su antítesis, la psicología dogmática, encabezada por el psicoanálisis y sus defensores)

Para estos psicólogos, a dios gracias, existe una vida fuera del consultorio y del diván, y de hecho muchos de ellos se inscriben en la facultad ansiando investigar los misterios de la mente, en lugar de soñarse apoltronados ad eternum en un sillón y dejarse crecer la barba.

Dos de estos psicólogos se llaman Chris Chabris y Daniel Simons, y escribieron The Invisible Gorilla, un ensayo de divulgación sobre las ilusiones cognitivas de las que somos presos los seres humanos en mayor o menor medida.

Prologado por Diego Golombek, este librito compendia con oficio divulgador y de manera entretenida algunos de los experimentos más interesantes que se hicieron sobre psicología y neurología cognitivas.

El título se debe, por supuesto, al ya famoso video donde se pide al espectador que cuente los pases de que se producen entre los miembros de un equipo de básquet, mientras que en el centro de la escena aparece un gorila bailando moonwalk que casi nadie puede apreciar (más exactamente, cerca del 40% de los examinados)

Este videíto, ya tan famoso en YouTube, forma parte de un estudio más complejo que viene a postular lo que se dio en llamar la “ilusión de atención”, es decir, la tendencia que tenemos las personas a creer que percibimos más de lo que realmente percibimos en materia de situaciones periféricas, que no están siendo centro de nuestra atención. Esto se extiende a situaciones cotidianas tales como hablar por el celular (manos libres o no, da igual) mientras conducimos un automóvil.

En mi opinión, este es el experimento menos interesante del libro. En él también se habla sobre otras “ilusiones” comunes, como por ejemplo la de causalidad (creer que dos hechos, por hallarse temporalmente relacionados, son uno causante del otro) y cómo esta ceguera mental puede conducir a que algunos mensajes nos sean transmitidos deliberadamente erróneos. O la ilusión de confianza, que nos lleva a creer que algunos de nuestros recuerdos son en extremo fieles (lo cual puede ser catastrófico en el caso de los testigos judiciales), o sentir que un profesional que se expresa con mayor seguridad es, necesariamente, el más idóneo. También está la ilusión de conocimiento, peligrosa plaga, que hace que creamos conocer realmente el funcionamiento de cosas con las cuales, en realidad, solamente estamos familiarizados (este estudio se realizó proponiendo a los examinados simples preguntas como por ejemplo, cómo funciona una bicicleta o un inodoro, y retándolos a continuar la explicación mediante el método de preguntas inacabables de los niños)

El libro, como es de prever, no aporta ninguna “cura” a estas trampas mentales, pero invita a ahondar en ellas entendiéndolas como taras evolutivas que traen aparejadas algunas ventajas necesarias para la subsistencia, como por ejemplo poder concentrarnos en una sola tarea sin que las demás nos distraigan. También se destronan algunas bellas creencias como que la música de Mozart estimula a la inteligencia, cuando hay estudios, menos bucólicos eso sí, que parecen demostrar que la música clásica no nos hace más listos y que los videojuegos son mejores en ese sentido.

Celebro esta nueva entrega de la serie mayor de Ciencia que Ladra, que nos ayuda a pensar este mundo que nos rodea a través de la herramienta más poderosa que tenemos para acercarnos a la verdad, y que de paso, nos entretiene.