lunes, 25 de abril de 2011

Quedeshim Quedeshot

Mala suerte acostarse con fenicias, yo me acosté
con una en Cádiz bellísima
y no supe de mi horóscopo hasta
mucho después cuando el Mediterráneo me empezó a exigir
más y más oleaje; remando
hacia atrás llegué casi exhausto a la
duodécima centuria: todo era blanco, las aves,
el océano, el amanecer era blanco.

Pertenezco al Templo, me dijo: soy Templo. No hay
puta, pensé, que no diga palabras

del tamaño de esa complacencia. 50 dólares
por ir al otro Mundo, le contesté riendo; o nada.
50, o nada. Lloró
convulsa contra el espejo, pintó
encima con rouge y lágrimas un pez: -Pez,
acuérdate del pez.

Dijo alumbrándome con sus grandes ojos líquidos de

turquesa, y ahí mismo empezó a bailar en la alfombra el
rito completo; primero puso en el aire un disco de Babilonia y
le dio cuerda al catre, apagó las velas: el catre
sin duda era un gramófono milenario
por el esplendor de
la música; palomas,
de repente aparecieron palomas.

Todo eso por cierto en la desnudez más desnuda con

su pelo rojizo y esos zapatos verdes, altos, que la
esculpían marmórea y sacra como
cuando la rifaron en Tiro entre las otras lobas
del puerto, o en Cartago
donde fue bailarina con derecho a sábana a los
quince; todo eso.

Pero ahora, ay, hablando en prosa se

entenderá que tanto
espectáculo angélico hizo de golpe crisis en mi
espinazo, y lascivo y
seminal la violé en su éxtasis como
si eso no fuera un templo sino un prostíbulo, la
besé áspero, la
lastimé y ella igual me
besó en un exceso de pétalos, nos
manchamos gozosos, ardimos a grandes llamaradas
Cádiz adentro en la noche ronca en un
aceite de hombre y de mujer que no está escrito
en alfabeto púnico alguno, si la imaginación de la
imaginación me alcanza.

Qedeshím qedeshóth*, personaja, teóloga

loca, bronce, aullido
de bronce, ni Agustín

de Hipona que también fue liviano y
pecador en Africa hubiera
hurtado por una noche el cuerpo a la
diáfana fenicia. Yo
pecador me confieso a Dios.

* En fenicio: cortesana del templo.

domingo, 24 de abril de 2011

Cuando Callan los Patos

Anoche fui a ver la obra donde actúa mi amigo M., “Cuando callan los patos”, de Lautaro Metral. En realidad decir que actúa es una generalización, porque cada uno de los cinco intérpretes es un performer: todos ellos actúan, cantan y se expresan corporalmente en un continuum de una hora que deja agotados (en el buen sentido) tanto a espectadores como a protagonistas.

El primer tramo de la obra es caótico, absurdo llevado al límite; sin embargo, no es anárquico y nada parece puesto en su lugar de casualidad. Hay un caos deliberado, que ignoro si pretende pero logra eficazmente colocar al que asiste en un lugar de optimización de los sentidos, de máxima alerta. Todos estiramos los cuellos a la espera de captar cada palabra –cada una de ellas está preñada de significado- y de la apofanía que está siempre por ocurrir.

La obra transcurre en una especie de basural surrealista; puede que estemos en una Buenos Aires futurista donde todo ha sido destruido y unos pocos personajes delirantes son los custodios de lo que queda por recordar, de las señales del pasado y una memoria fragmentaria pero sistemática. Sabemos indudablemente que estamos en Argentina por referencias inequívocas que estremecen al espectador: Malvinas, radicales, picana. No obstante, el mundo entero podría estar retratado en esta escenografía devastada y en estos personajes que se aferran a la memoria de lo que fue. Los patos y su canto son lo que queda. Y si se callan los patos, el apocalipsis parece ser inevitable.

Los momentos musicales están muy logrados, todos ellos cantan maravillosamente, en especial la joven intérprete femenina (digna sucesora de una madre cantante y un padre músico) La banda en vivo hace una gran diferencia, y es muy acertado que estén allí formando parte de la escena, con esas ropas que los hacen casi indistinguibles de un preso común o un internado de hospicio.

Mi amiga S. y yo nos fuimos con la sensación de haberlos visto antes, a todos, en algún pabellón psiquiátrico. Fueron por un instante un déja vu de esa locura digna, que parece estar reivindicando algo poderoso desde su delirio monomaníaco. Eran los mismos locos, aunque investidos del arte, la música y la poesía.

domingo, 17 de abril de 2011

Hay un lobo en mí


Vivió en Bedburg (Alemania) en el siglo XVI un hombre llamado Peter Stubbe, quien pasó a la fama por ser uno de los más célebres casos de licantropía descritos jamás. Colaboraron con esto el hecho de que el juicio celebrado que culminó con su condena a muerte quedara registrado por escrito casi en su totalidad, gracias a lo cual hoy sabemos de qué fue acusado y cuáles crímenes confesó.

La historia conocida de este hombre-lobo comienza alrededor de 1560 cuando una serie de espantosos homicidios son perpetrados en el tranquilo pueblo de Bedburg. Las víctimas, niñas en su mayoría, aparecen asesinadas de las formas más espantosas en lo profundo del bosque.

Casi inmediatamente comienzan los reportes de una bestia feroz vislumbrada en la espesura del bosque, testimonios de personas que escaparon de milagro a sus garras y todo tipo de rituales destinados a conjurar la presencia de lo malvado. Como el lobo solía atacar a las víctimas con mordidas en el cuello, se puso en boga el uso de un collar de hierro que protegía de los ataques.

Se tardó bastante en identificar a Stubbe como el presunto autor de estos crímenes, pero lo que precipitó su fin fue el hecho de que una de las últimas víctimas fuera precisamente uno de sus hijos varones. Es de suponer que también ayudó el ánimo taciturno de Stubbe, su deformidad física, su aspecto huraño (las acusaciones de brujería o posesión demoníaca por entonces se valían de pruebas tanto o más endeble que esas).

Peter Sttube fue, entonces, llevado a juicio. Su larga y detallada confesión, seguramente incentivada con una primera visita al potro de tortura, da cuenta de más de veinte asesinatos, violaciones y canibalismo. Stubbe incluso satisfizo el ansia inquisidor de sus jueces ya que confesó tener dones diabólicos y sobrenaturales, como la posesión de un cinturón mágico que lo convertía en un “lobo voraz y devorador, fuerte y poderoso, con ojos grandes y alargados, que brillaban como tizones de carbón por la noche, una boca grande y ancha, con dientes muy afilados y crueles, un cuerpo fornido y garras poderosas”.

Stubbe fue condenado a una de las peores muertes imaginables: amarrado a la rueda, su carne fue arrancada con tenazas al rojo vivo, sus miembros cortados con un hacha y finalmente fue decapitado. Su hija Bell, por sospecha de haberse confabulado en las actividades infernales, fue ejecutada también.

En nuestros días, el delirio de licantropía es raro de ver y dio paso a otras formas más contemporáneas de la alienación. La locura suele acompañar los tiempos que corren y lo que en los siglos oscuros era la representación del mal (brujas, lobos, demonios), hoy se ve desplazado por alucinaciones del orden de lo tecnológico, lo extraterrestre o lo conspirativo.

En el Museo Británico descansan las fojas de lo que fuera el juicio a Peter Stubbe: viejos manuscritos y grabados que estremecen por su crueldad. El hombre lobo alemán jugó, hasta el final, el papel que su locura le dictaba y que la sociedad le exigía. Describió con lujo de detalles las instancias de su posesión y con esto dio a los habitantes de Bedburg exactamente la tranquilidad que esperaban: la de creer que atrocidades semejantes las cometen los monstruos, y no uno de nosotros.


jueves, 14 de abril de 2011

Paroles

Las palabras, dijo Saussure un día, tienen distintos niveles o capas: lo primero que las compone, la mínima unidad indivisible de sonido, es el fonema: aquel sonido que, puesto en el contexto de una palabra en lugar de otro fonema, puede cambiar su significado. Luego tenemos al morfema, el fragmento mínimo capaz de expresar significado. A su vez una palabra posee un significante (deficiente traducción al español del alemán “sinn”), que es la imagen acústica, y un significado, el concepto mental asociado a ese significante.

Lo malo fue que en su afán de encontrar rimas facilistas aquí y allá, uno de los padres del psicoanálisis decidió tomar estos conceptos tan caros a la lingüística y utilizarlos a favor de la perversa máquina de fallidos, actos inconscientes e impulsos voraces que el psicoanálisis insiste en ver hasta en el último de los mortales.

Hace poco una querida amiga que frecuentaba a una psicoanalista (hay que decir, en descargo de mi amiga, que la psicóloga en cuestión supo atemperar su psicoanalizidad lo suficiente como para que el derrape ocurriera sólo en dosis homeopáticas), tuvo que tolerar que esta secuaz de las pseudociencias le enrostrara nada menos que una mala elección en el nombre de su propia hija.

La hija de mi amiga es una dulzura de bebé, que no hace sino sonreír, y crece colmada por el amor de sus padres y sus hermanos. Sin embargo, para la acérrima fan de Lacan que resultó ser nuestra traviesa psicóloga de marras, había algo terrible, siniestro, en la relación de esta madre con su beba: la elección del nombre. Resulta que la beba se llama N., a causa de muchas cuestiones –todas ellas positivas y conmovedoras- como por ejemplo la existencia de una cantante israelí que se llama igual, el significado en hebreo de la palabra, y, la más simple, contundente e irrebatible de todas, la que de hecho hace que la mayoría de nosotros se decante por un nombre en especial: a los papás les encantó cómo sonaba.

Todo esto, para la lacaniana en cuestión, eran sólo detalles irrelevantes: lo importante para ella es que el nombre de la nena aludía fonéticamente a una negación, y por ende hubo sin dudas un factor terrible e indeseable en la elección de ese nombre.

Mi pobre amiga tuvo que soportar, en los interminables cuarenta minutos de la “sesión” (los psicoanalistas no tienen “consultas” como los médicos o los podólogos, sino que tienen “sesiones” como los espiritistas), que la licenciada le dijera sin miramientos que era menester usar el segundo nombre de la criatura, que el primero era una horrible negación del nombre del padre y que todos sabemos la catástrofe psicótica que se cierne sobre los pobres niños a los que esto les suceda.

La psicóloga, que evidentemente leyó mucho a Lacan y poco o nada a los semiólogos a quienes éste masacró, se limitó al morfema, o como mucho al significante, desmembrando un hermoso nombre en las unidades de significado funcionales a su delirante hipótesis.

Lo terrible, lo peligroso, en opinión de mi amiga –que además algo de la mente humana entiende, ya que es psiquiatra- es que este mismo discurso antojadizo y simplificador, esta rima sosa con la cual la psicóloga quedó satisfecha y pagada de sí misma, pudo haber hecho estragos en un paciente más lábil, ignorante o sensible. Para no hablar de uno que esté enfermo de la cabeza. Lo grave es que gente tan poco dotada como esta señora, capaz de crear un problema allí donde no existía y generar angustia cuando no la había, esté investida por un título universitario para tratar problemas de salud.

Me imagino el aquelarre de psicoanalistas, celebrando lo que ellos llaman la “supervisión” pero que no es sino un eterno morderse la propia cola donde gente de la misma casta se regodea en reiterados conceptos arcaicos y dogmáticos sin nunca preguntarse qué pasará allá afuera, qué estarán descubriendo los científicos, neurólogos, y biólogos evolucionistas mientras ellos se hacen la paja con textos de un siglo, cuánta agua habrá corrido en nada menos que cien años (¡una eternidad en lo que respecta a las ciencias de la salud!) y la verdad me da náuseas, me da tristeza que nadie detenga este sinsentido que pagan con años y dinero los pacientes rehenes y afligidos.

Por suerte, mientras tanto, N. sigue siendo una niña bella y feliz, y algún día estará orgullosa de su nombre, tan lleno de significados preciosos y ajenos a los delirios de la pseudociencia.

miércoles, 6 de abril de 2011

La Camara Lucida

Hace un tiempo que tengo en mente enmarcar mis “fotos viejas” y lucirlas en una pared de casa, engalanadas, sepias, anárquicamente distribuidas.

Cuando digo fotos viejas me refiero a fotos realmente viejas, de principios de siglo XX algunas de ellas, fotos posadas, graves, de fotógrafo de antaño.

Lo curioso fue que al hacer la selección de las fotografías, me encontré con otros documentos que dormían allí mismo y tienen no menos peso histórico que aquellas: los pasaportes de mis abuelos, sus pasajes de barco, los certificados de sanidad, notas de recomendación para un ignoto empleador que los esperaba en Argentina.

Dice una carta, escrita en francés, fechada el 20 de Agosto de 1928 en Vilna:

“Certifico por la presente que Monsieur Szloma L. ha trabajado en mis empresas de textil y en mis talleres de materia prima en Vilna (Polonia), como empleado luego del año 1919 y hasta el presente. Lo recomiendo como un joven serio, honesto y cumplidor, con mucha atención y celo en su trabajo. Monsieur L. parte a la Argentina. En razón de ello se extiende este certificado.” Israel Frenkel, Vilno, Polonia.

También hay ketubot (certificados de casamiento), postales y papelitos que serían intrascendentes si no fuera por la cantidad de años que tienen encima. En uno de ellos, alguien –probablemente mi entonces joven abuelo- escribió con letra temblorosa una dirección en la calle San Luis del barrio de Once, calle cuyo nombre no le debió ser menos extraño que a mí un ideograma oriental.

Hay, incluso, una fotografía tomada en lo que creo que es el Zoológico de Buenos Aires, donde, a un lado del grupo familiar engalanado de domingo, se ve claramente la figura de unos pies con zapatos oscuros, y sobre ellos una silueta borrosa y el esbozo de lo que parece una cara difuminada. En opinión de un escéptico fotógrafo amateur que conozco, un error de copiado; para los más fantasiosos a todas luces un fantasma.

Todas estas fotos tienen su singularidad, su propia historia que está hecha de luz y sombra más que de palabras, todos esos ojos que miraron a la cámara y ahora nos miran a nosotros para siempre, quietos y convulsos, idos pero siempre volviendo. Yo morí y sin embargo aquí estoy; soy la antepasada de Vilna y fui hermosa.