miércoles, 23 de febrero de 2011

Chama viene a cenar


Durante su idílica estadía en Big Sur, uno de esos sorprendentes lugares injertados en los Estados Unidos, Henry Miller encontró una manera hermosa y –cuándo no- encantada de amenizar las cenas con sus hijos pequeños, Tony y Valentine. Henry Miller no era muy dado a mantener las clásicas conversaciones parentales y parece que se le estaba complicando lo de sostener la vida familiar lejos de la madre de los chicos.

Y fue entonces cuando decidió crear a Chama. Chama, de hecho, existía en realidad y era una niña de quien los pequeños Miller habían quedado totalmente prendados luego de una fugaz visita que les hiciera con su madre, tal vez una de esas artistas que llegaban a Big Sur a absorber algo del espíritu indómito de Henry Miller. Y Chama representaba, a los ojos silvestres de esos niños, la refinada vida de la ciudad, la amiga genial de Nueva York, dulce y a la vez inexpugnable, que los extasiaba con sus historias llenas de coches veloces y tiendas de ultramarinos.

La Chama de los cuentos de papá Miller comenzó siendo una chica citadina bastante corriente, porque estaba claro que a los niños les alcanzaba con que ella, en el relato, tomara el ascensor u ordenara unos pancakes sentada en la barra de una patisserie. Casi me los puedo imaginar, en ese entorno salvaje y bucólico que era Big Sur, abriendo los ojos de par en par ante la versión infantil de la crucifixión rosada. Bien pronto, el hilo argumental encaró los lunáticos caminos de Miller, y fue entonces que Chama comenzó a luchar contra los tugs o a atravesar aventuras en su módulo lunar que, claro, sólo estaba disponible en la gran manzana.

Todos los relatos comenzaban con Chama tomando el ascensor (cándidamente, la parte que más fascinaba a Tony y Val), para luego embarcarse en truncas peripecias locas en cuotas a la Scherezade. Henry Miller, virtuoso del relato, se las arreglaba para que su heroína llegase al clímax de la historia justo cuando era hora de irse a dormir.

Hace un tiempo, ideé una historieta ilustrada para entretener a mi pequeño hijo. Me imaginé que no podía haber nada mejor que aunar las cosas que más le gustan a cada niño y prepararle un cóctel con sus historias favoritas. Mi héroe iba a llamarse Inmanuel y tendría una mascota a definir (un animal no estrictamente doméstico). Mi folletín ya tenía bastantes capítulos delineados, bocetos incluso donde comprobé que era capaz de dibujar casi todas las expresiones faciales necesarias –asombro, alegría, temor, ira. Inmanuel, es triste decir, duerme el sueño de los justos, pese a que llegué a indagar bastante en la estructura del relato infantil, tomando como eje predilecto la de los cuentos de hadas, donde el elemento fantástico disruptivo puede utilizarse a discreción (es decir, nos permite salir de casi cualquier atolladero argumental sin que los niños vayan a protestar por ello ya que, como se sabe, ellos son maestros en la suspensión de la incredulidad)

Creo que Inmanuel nunca terminó de nacer porque inevitablemente lo comparé con las peripecias delirantes de Chama, a la que nunca podría alcanzar.

Ahora estoy macerando otra idea, surgida de la avidez sorpresiva de mi hijo por la mitología griega. En contra de todas mis predicciones, los mitos clásicos, con toda su inexorabilidad y su sed de sangre, lo cautivaron sin remedio. El desafío es encontrar la forma de contarle el trasfondo, esto de que al destino siempre se vuelve por caminos misteriosos e inefables, sin caer en las moralejas simplistas o en la admonición lisa y llana. Ahí ando, caminando por las calles aún un poco desconocidas para mí de la niñez y sus predilecciones, tratando de recordar esas cosas del cuento que me atrapaban a mí, ese momento en el cual el relatador tenía ya mi plena atención y nada, pero nada, podía arrancarme a la letanía de un cuento contado mil y una noches.