domingo, 20 de junio de 2010

Diferencias Irreconciliables

Hay momentos en la vida para ser contemplativo. Conciliador, polite, considerado, aún al punto de tolerar cosas que no resultan evidentes o justas. Son probablemente aquellos momentos en los cuales uno está formando su personalidad y con ella el entorno, el círculo vital que lo identifica y define, y se considera que la aceptación del prójimo implica, siempre, concesiones no del todo fáciles.
Felizmente, sin embargo, hay un momento en el cual decir “no” comienza a ser una de las alternativas naturales. Cuando la eventual pérdida (de amistades, de prestigio, de seguridad) termina siendo menos deletérea que la pérdida de la identidad y lo que nos costó adquirirla. En el medio, diría, existe un limbo en el cual aún se debaten de manera heroica nuestra esencia y nuestro deber. También el deseo de ser amado juega algún tipo de papel en estos entuertos.
Cuando uno madura, empieza a pagar ese precio que es a la vez incómodo y liberador: poder negarse a lo que ya no lo colma. Si bien nunca se deja de transar en la vida, hay claramente una bisagra a partir de la cual aparecen más permisos para declinar cortésmente y hacer la de uno, sin reparar en las consecuencias.
Puede que duela un poco al principio, pero perder ese miedo es algo que uno se debe a sí mismo, pueda entenderse en su momento o no.

viernes, 18 de junio de 2010

El Pasado II

Como es natural, yo no era la misma persona a mis veinte años. Probablemente hubiera ya una estructura, un esqueleto común, la psique en ciernes. La esencia humana abriéndose paso en ese mar de posibilidades, quizás. Pero lo periférico termina ganando siempre tanto peso, que es difícil establecer a ciencia cierta si lo adquirido le gana a lo constitutivo o es al revés.
Como sea, en ocasiones hay hechos cristalizados del pasado que sin previo aviso se le presentan al que es uno hoy. No sé si hay tantas paradojas como ésta en la cual uno termina enfrentándose a cosas que hizo el que fue hace muchos años.
Y entonces, inevitablemente, uno compara, sopesa, se asombra de la cantidad de agua que pasó debajo del puente y todos esos lugares comunes. Estoy en una edad en la cual aún se percibe con mucha perplejidad el paso de los años, el abandono de la infancia y la adolescencia; la adultez es un hecho consumado que no obstante se acepta con cierto recelo. Pasará un tiempo antes de que se establezca definitivamente todo aquello como el “pasado”. Probablemente esta perplejidad de lugar a la resignación o la melancolía, pero al parecer todavía no me llega la hora para ese pasaje.
Por eso los personajes de mi pasado, los que me conocieron en ese tiempo que está a la vez tan lejos y tan cerca, me provocan una sensación ambivalente. Una gran curiosidad me une a ellos, porque son de alguna manera el espejo donde mirar algo de lo que fui, mi yo interpretado por el caprichoso idioma de sus recuerdos. Pero también algo de rechazo, de otredad, una necesidad de aclararles que ya no soy ésa, que aprendí muchísimo, que me gané con esfuerzo el aplomo que me dan mis treinta y cuatro años.

(Treinta y cuatro es una expresión extraña aún para mí. No es difícil creer que me voy a despertar mañana para descubrir que todo fue un largo sueño, que la vida continúa a los dieciocho, que los que llamo fantasmas me rodean aún de pleno derecho.)

martes, 8 de junio de 2010

Dublinesca


Me gusta mucho Vila Matas pero en este libro tuve la constante sensación de algo que no acababa de desarrollarse. Por ahí, ahora que lo pienso, esa era la idea. Por ahí Vila Matas es uno de esos escritores que no necesitan disfrazar sus intenciones, que no abusan del eufemismo ni la doble línea. Sus paralelismos con el Ulises no son sutiles ni un guiño gourmet al selecto público joyceano; más bien, cualquier estudiante secundario los advierte al instante. Podríamos decir que, como es un autor de culto, le importa un carajo cumplir con los rituales de los autores de culto.
Súbitamente recuerdo cómo llego Vila Matas a mi vida: le hice caso a Bolaño porque me parecía imposible que alguien de su talla pudiera equivocarse en sus recomendaciones. Bolaño hizo, incluso, que leyera a Alan Pauls –aunque sigo sin terminar de entender por qué figura entre los diez o quince privilegiados del ángel trasandino. Es que como Bolaño es un autor de culto, no le hiere la reputación el manifestar de vez en cuando una predilección incorrecta.
Como sea, Dublinesca nunca terminó de ponerme en clima. No empaticé demasiado con Riba; en el fondo yo hubiera querido que se pareciese más a Vila Matas o a lo que yo me imagino que Vila Matas es. No me conmovió el funeral de la era gutenberg con el Bloomsday como trasfondo. Demasiado. Sin embargo, me pareció un libro bellísimo. Cómo explicarlo.