domingo, 31 de enero de 2010

Un Caso de Personalidad Múltiple

El cine y la literatura han sido inspirados una y otra vez por un trastorno mental recientemente descripto pero, a todas luces, tan antiguo como la humanidad: el Trastorno Disociativo de la Personalidad, o, más coloquialmente hablando, trastorno de personalidad múltiple, del cual Jekyll & Hyde son probablemente la versión más célebre.
Hace poco vi una película bastante interesante sobre el tema, “Identidad”, y digo interesante porque comienza a abordarlo desde un encuentro -imaginario por supuesto aunque esto lo descubrimos sobre el final- entre las múltiples identidades de un hombre que lucha por deshacerse de las más dañinas entre ellas.
La verdad es que para no arruinarles el final debería haber dicho que la película trata sobre un grupo de personas que el azar reúne una noche lluviosa en un tenebroso motel, donde una a una irán muriendo (asesinadas o por causas naturales), siguiendo el orden decreciente de sus números de habitación. Una trama original y atrapante.
Esto me llevó a desempolvar la historia, llevada a la divulgación literaria por su psiquiatra, de Karen Overhill, una mujer americana con una evolución bastante atípica de la enfermedad, ya que gracias a terapias combinadas y tratamiento farmacológico logró estabilizarse, conocer a fondo sus 17 identidades y hasta aprender a manejarlas o al menos a predecir sus “apariciones” en escena.
La historia de Karen Overhill es, como la de casi todos los que padecen este trastorno, una historia de abusos y violencia en edad temprana, perpetrados por integrantes de su círculo más íntimo. De hecho, lo que se postula como etiopatogenia de esta enfermedad es la necesidad de suspender la identidad propia ante lo intolerable de la realidad, reemplazándola por identidades más fuertes o que posean algún atributo en particular que les / le permita sobrellevar determinadas situaciones de otra manera aniquiladoras. Por ejemplo, una de las identidades de Karen, un hombre llamado Holdon ("hold on", si bien se mira), era el único que podía conducir y cuando él no aparecía, Karen y su corte de personalidades se veían literalmente impedidos de movilizarse. Holdon representaba también al hombre protector y la figura paterna.
Lo fascinante de la historia de Karen es, asimismo, su evolución, su lento devenir durante el cual fueron asomando, producto de la inmensa labor del psiquiatra, uno a uno los seres que la habitaban, ya fuera surgiendo durante una sesión de hipnosis o enviando cartas al consultorio del terapeuta (todas con letra diferente, por supuesto), cartas de las cuales Karen no tenía recuerdo alguno durante la siguiente sesión. Una de ellas decía: “Estimado Dr. Baer: Mi nombre es Claire, tengo siete años y vivo dentro de Karen. Puedo escuchar todo lo que usted dice. Quisiera hablarle pero no sé cómo”. La caligrafía era la de un niño pequeño.
Karen Overhill llenó sus necesidades tremendas e impostergables con diecisiete invenciones que le permitieron sobrevivir, algunos hombres, otras mujeres, adultos, niños y niñas, blancos y de color, cada uno con atributos especiales, dones, habilidades, maneras de hablar, de escribir e incluso de dibujar. La paciente no fue consciente de que coexistían tantas personas en ella hasta su adultez temprana, cuando consultó al psiquiatra a causa de una sensación de vacío, de “despersonalización”, y reiterados episodios de amnesia (blackouts) durante los cuales aparecía en determinado sitio sin tener idea de qué la había llevado allí. Karen comenzó a sospechar que algo en ella andaba mal porque en ocasiones, las otras personalidades se le presentaban bajo la forma de “voces”; así fue que conoció sus nombres y edades y propósitos (¡los cuales paradójicamente habían sido íntegramente inventados por ella!), y pudo hacerlos comparecer durante las sesiones con su psiquiatra, quien se valió de la capacidad de algunos de los personajes de ser más elocuentes y expansivos que otros. Uno de los niños, Jensen, “nació” durante una violación a Karen perpetrada por su tío abuelo, y continuó creciendo desde entonces. Se cree que estas personalidades cumplen el rol de sustituir al enfermo durante momentos de naturaleza intolerable, en una compleja forma de evasión de la realidad. Algunas de las personalidades escribían un diario pero otras, durante momentos de furia, lo quemaban o destruían.
La “integración” que comenzó a ocurrir como resultado de la terapia, llevó al conocimiento profundo de las 17 personalidades y a la desaparición de algunas de ellas. No conozco el caso en detalle y es altamente posible que Karen sufra recaídas o reapariciones en escena de algunas de las identidades abandonadas, aunque el hecho de haber podido escribir en primera persona su historia le da una ventaja prognóstica que va más allá de lo que se esperaba de esta patología cuando fue finalmente compendiada en el DSM III, allá por la década de los ochentas.
Un rasgo fascinante de este caso, además de la lucidez y autoconocimiento logrados por la paciente, es que ella realizó un retrato de sus diecisiete alter ego, tal como los veía y los conoció. En ese dibujo, inquietante pero esperanzador, podemos ver el verdadero mosaico de seres que se vio forzada a crear para hacerle frente a su dolorosa vida. Fue un mecanismo que nació en la temprana infancia ante situaciones altamente traumáticas y se consolidó luego para capear eventos vitales propios de la vida adulta (un divorcio, un desempleo, miedos e inseguridades usuales)
Lo más asombroso es que el dibujo no transmite lobreguez ni el típico desasosiego de las creaciones psicóticas, sino que rezuma algo del brillo que la propia y original Karen debió poseer alguna vez, antes del comienzo del infierno. Alberto Monchablon, emérito profesor que tuve de Psiquiatría, decía que todos los locos, por alienados que estén, poseen un pequeño ojo de cerradura por el cual se puede abordar al verdadero ser, que yace debajo de capas y capas de locura, y que es tarea del buen psiquiatra encontrar ese pequeño ojo de cerradura aunque le lleve la vida.
Esto es lo que vemos cuando miramos por el agujero que Karen misma logró abrir:

viernes, 29 de enero de 2010

Escarceos con la actuación y el divino marqués


En mi adolescencia tuve un escarceo amoroso con la actuación.
Tuvo un comienzo absolutamente azaroso, como tantas otras experiencias de mi vida que terminarían siendo ricas y determinantes.
Había ido –sola, como hacía muy a menudo- a ver una obra de teatro under que daban en una sala de San Telmo. La obra era “Diálogo entre un Sacerdote y un Moribundo”, del Marqués de Sade. Lo había visto en la cartelera teatral y me sedujo al instante la idea de ver la puesta en escena de esta obrita tan singular, tan atípica, del Divino Marqués. Llena de expectativa me fui hasta el teatro que quedaba en un tramo empedrado y precioso de la calle Estados Unidos, en el corazón de nuestro Montmartre porteño. Era un miércoles y llovía a cántaros; no sé qué me llevó a pensar que alguien además de mí podría apersonarse a ver esa obra y en esas condiciones.
El teatro, de hecho, estaba vacío. En la puerta estaba quien sería mi maestro de actuación, Federico Herrero, como era entonces o al menos como yo lo recuerdo: de unos cuarenta años, coleta tirante, camisa blanca entreabierta y cigarrillo constantemente encendido; era un Marqués de Sade traído a nuestras pampas vaya a saber mediante qué conjuro temporo espacial. Tenía una mirada de cocainómano que, tristemente y como tantas veces, contribuía a darle un aire lánguido y seductor.
Herrero me explicó que la obra no se haría y nos quedamos conversando un rato. Había algo en él que me cohibía terriblemente y a la vez supe que querría permanecer en ese teatro por un buen período de mi vida -que en ese instante de la adolescencia era casi imposible de medir.
(Semanas más tarde me enamoré perdidamente de quien interpretaba al moribundo, el genial actor off Alvaro López, y como descubrí que además de actor era profesor de matemáticas, fingí durante meses una dificultad para dicha materia que me llevó a contratarlo como profesor particular. Alvaro venía a mi casa, con sus rulos y su mochila hippie, y me daba lecciones geniales de trigonometría mientras yo le hacía tecitos y suspiraba por él.)
Me quedé, entonces, en el Teatro Escuela Central por algunos años, primero aprendiendo los rudimentos de este arte que Herrero insistía en desmitificar, en poner a la altura de cualquier otro oficio, y más tarde representando las mismas obras under para el escaso pero siempre efusivo público de San Telmo. Pusimos obras de Pier Heller, de Osvaldo Dragún, y del Marqués por supuesto. El Teatro Escuela había sido durante los años de la dictadura un bastión para esos autores malditos, muchos de ellos como Dragún perseguidos y exiliados. El mismo Herrero formaba parte, según la mitología local, de las listas negras de los militares. En el Teatro Escuela conocí personas únicas, indescifrables, una fauna preciosa de seres que por un extraño motivo desaparecieron uno a uno de mi vida, al punto de que hoy bien podría dudar de la existencia de ellos, de ese tiempo (ni el Teatro Escuela queda en pie hoy en día), de mis propias vivencias que habían sido, no obstante, tan intensas. Decenas de personas que no se parecen en nada a los que habría de conocer antes o después, que eran de otro mundo, que se evaporaron como corresponde a los fantomas: el atribulado actor que me hacía acordar a mi padre y usaba camisas con dibujos de pequeñas tijeritas, las actrices hermosas y algo extraviadas, el cellista de la filarmónica, la conflictuada compañera de obra que no quería a los hombres sino a las mujeres y se paseaba desnuda cuando iba a visitarla a su casa, Herrero mismo, que se escondía en su oficina para luego emerger con la mirada perdida y narcótica a hablarnos de Brecht y de Ionesco y de lo absurdo de la memoria emotiva, ese invento psi. El boliche Pelourinho, la espera emocionada y la pequeña decepción de Mariposa Tecnicolor luego del hit inigualable de El Amor Después del Amor. El teatro mismo que era oscuro y húmedo, lleno de fantasmas, preñado del eco de tantas funciones y voces que lo habían poblado.
Esos días fueron mis pequeños sesentas, mi sueño de amor libre, mi coqueteo con la noche y lo inexplorado, pero como todo sueño acabó pronto y se esfumó para no dejar huellas.
Estaba comenzando a vivir, las puertas de la experiencia parecían abiertas e infinitas; era, en otras palabras, el mundo que existe cuando se tienen dieciséis años.

martes, 26 de enero de 2010

La Verdad Sobre Perros y Gatos

Hace unos días vi, no sin asombro, que cierta conocida mía se unió a un grupo de Facebook en contra de las publicidades donde las mujeres limpian sartenes y los hombres conducen autos de lujo. Si no entendí mal, el encono se extendía también a las propagandas en las cuales las mujeres lucen sus atributos para vender shampoos, cremas, y otros artículos de belleza.
Obviamente la persona de marras es una “feminista” confesa.
Siempre me asombró que entre las feministas hubiera mujeres realmente inteligentes (ésta es un ejemplo). Es decir, no abrigo ninguna esperanza con respecto a la inteligencia de las personas agrupadas en otro tipo de clanes (que no especificaré para no herir sensibilidades). Pero, nobleza obliga, entre la gran masa de feministas taradas hay siempre mujeres brillantes, hermosas, distinguidas, simpáticas, sensibles.
¿Qué se les pondrá en juego? ¿Qué inseguridades ancestrales las llevarán a sentir que deben demarcar su territorio femenino todo el tiempo?
La pregunta, simple pero necesaria, es por qué habría de molestarnos la existencia de mensajes con los cuales, después de todo, muchas no nos sentimos identificadas. A ver: las mujeres que sienten una euforia subclínica cuando ven la publicidad donde una madre abnegada hace un rulito de mayonesa para sus hijos, y luego en el supermercado de alguna manera reviven la sensación agradable al adquirir ESA mayonesa y ninguna otra, allá ellas, que sean felices, quién podría negarles su derecho a ser seducidas como les plazca. Lo asombroso es la lucha a brazo partido de las mujeres que NO se dejan doblegar por la propaganda de Hellman’s, que se ríen de esas amas de casa edulcoradas para la tele, y que básicamente compran la marca más barata o la que más les gusta o la que les viene en gana en ese segundo. ¿Cuál es el problema que podrían tener en contra de las publicidades tradicionales, si no afectan a unas ni a otras?
Se me antoja un poco rebuscado eso de reclamar que las empresas dejen de hablarles a ciertas mujeres que después de todo, y basándonos en los estudios de mercado que perpetúan esas tendencias, deben ser unas cuantas y no parecen estar afligidas por cómo son abordadas por el aparato marketinero.
También me parece superflua la eterna discusión sobre si somos distintos o iguales, si las mujeres pueden o no hacer las mismas tareas que los hombres, si es todo una cuestión biológica o cultural, etc etc. No es por ofender pero me parecen dilemas un poco siomes. Para mí está clarísimo que hombres y mujeres somos muy distintos (a dios gracias), que hay trabajos mejores y peores para ambos géneros, y que lo cultural moldea a lo biológico todo el tiempo, por lo cual reemplazar los postulados ancestrales no es tan simple como proponérselo desde el discurso de moda.
Los semiólogos suelen describir esto con mucha más elegancia, pero está claro que el ser femenino o masculino está implícito en todo lo que hacemos, que es una de nuestras primeras cartas de presentación, que resignifica lo que el mundo recibe de nosotros. Yo en lo personal comienzo a admirar a las mujeres cuando dejan de declamar que lo son; cuando se expresan desde su humanidad, que tiene por supuesto tintes ineludibles de lo femenino. Me encanta que Virginia Woolf sea ante todo una persona que habló, como nadie, de temas primarios e inherentes a la humanidad como la angustia, la futilidad, la soledad, la creación. Me encanta que su capacidad de retratar a una mujer -Mrs. Dalloway- esté a la altura de los mejores retratos femeninos de la literatura que, en mi opinión, fueron hechos por hombres.
Y lo que más me encanta, es que nada de lo que hace un hombre puede ser enteramente imitado por una mujer, y viceversa. Nuestros universos son tan diferentes y complementarios a la vez, que cualquier discusión de género me parece superflua, innecesaria, un refugio para personalidades en eterno conflicto con lo que reciben del entorno.

jueves, 21 de enero de 2010

Cadenas Alimentarias


Desde que soy pequeña, tuve aversión a la carne roja. Para mí, y aún antes de formarme en anatomía y biología, era simplemente un músculo que había sido cocinado. Podía ver y sentir claramente las fibras, los nervios y nodos, en fin, las cosas asquerosas que no querríamos imaginar mientras comemos un bife.
Ya de adolescente me propuse hacer un esfuercito extra y extender mi rechazo a la ingestión de todo tipo de carne. La idea, para ser honesta, de estar masticando algo que había sido en vida un animalito, nunca me dejó del todo indiferente. En mi casa éramos lo que se dice “bicheros” (llegamos a tener patos, sapos y gallinas de mascota), y ese amor no era demasiado compatible con el asadito de los domingos.
Cuando fui madre vi todo el proceso desde el comienzo: cómo un niño al principio ni siquiera sospecha la relación entre la papilla que come y el peluche que representa a un cerdito, y cómo luego comienza a atar cabos pero aparece esa sana negación infantil que hace que haya límites muy precisos para lo que quieren saber. Me acuerdo de que un día le dije a mi hijo de unos dos años que esa noche le cocinaría un “pollito” y él me respondió, muy seriamente, que debía estar equivocándome porque el pollito era alguien que hacía “pío, pío”. Se me hizo un nudo en la garganta cuando le expliqué que éste era otro pollito que iba al horno con papas.
La verdad es que después de muchos años me estabilicé en lo que soy ahora, una ovolactovegetariana que come ocasionalmente pollo y pescado, pero admito que si se inventara un alimento artificial que reemplazara decentemente a estos últimos (no la soja ni el seitán, por favor), me inclinaría por ello sin dudarlo.
Lo malo es que cuando uno habla con la gente que sabe, la cosa empieza a complicarse:
Por un lado, están los geólogos y agrónomos que te explican que de hecho si todos eligiéramos hacernos vegetarianos, estaríamos ante un grave problema de abastecimiento, que la producción del suelo no da para que todos vivamos de él. O sea que habría, después de todo, una razón ecológica de que comamos animales de vez en cuando. Esto de paso sirve para cerrarles un poco la boca a los giles que despotrican contra los “transgénicos”, como si todos en el mundo fueran hippies de clase media que pueden darse el lujo de elegir alimentos orgánicos. Que se expanda la producción alimenticia mediante la tecnología, para muchas sociedades, es una bendición.
Por otro lado, los biólogos que se dedican a estudiar plantas saben hace rato que a ellas tampoco les agrada ser comidas, que poseen mecanismos muy complejos por los cuales tratan de evitar a los depredadores (insectos en su mayoría, pero también animales herbívoros y humanos), e incluso producen mediadores químicos para fines tan nobles como alertar a las plantas vecinas de que deben secretar irritantes anti insectos o atraer depredadores de sus depredadores, por ejemplo, libélulas que se comerán a la molesta langosta.
O sea que las lecciones aprendidas son varias y desconcertantes: aunque estamos depredando constantemente para subsistir, la vida siempre lucha por permanecer; no hay forma viva, primitiva o especializada, que permanezca indiferente ante su propia aniquilación.
Lo triste es que, aunque haya fundamentos para creer que todo es parte de los designios naturales, la culpa (esa construcción tan cultural) a algunos no nos deja de atormentar ni por un instante.

La Teoría de la Relatividad


No es un secreto para nadie que las personas parecemos actuar según a quién tengamos como interlocutor. Esto es válido desde el hecho banal de que intentaremos parecer más interesantes frente a alguien que queremos seducir, hasta la forma en que defendemos a ultranza nuestras ideologías frente a personas que piensan exactamente lo contrario a nosotros.
Lo que sigue lo ilustra:
Parece ser que en mi casa soy de derecha y afuera soy de izquierda. Exageraciones aparte, me ocurre muy a menudo que con los íntimos me permito críticas u observaciones hacia, por ejemplo, el gobierno (con el cual simpatizo), pero afuera me veo en la obligación de defenderlo a capa y espada porque no tolero los argumentos de la oposición recalcitrante.
Esto me conduce, irónicamente, a innumerables conflictos de un lado y del otro.
En casa, mi marido no me deja pasar una y cualquier cosa que yo diga puede ser tildada de “gorila”.
Afuera, casi todo lo que digo me convierte en una chica K, una bolchevique; una zurdita, bah.
Lo gracioso es que a esta dicotomía le llamo yo criterio, objetividad, imparcialidad (aunque nunca sea completa, claro está). No me gusta ser fundamentalista para ningún bando, aunque obviamente si me obligaran tengo muy claro adónde apuntaría. No me gusta sentir que me caso para toda la vida con nadie (políticamente hablando, por supuesto), porque una agachada es una agachada la haga quien la hiciere, y creo que está bueno no perder la inocencia de darnos cuenta de eso.
La paradoja se extiende a otros ámbitos por supuesto: el conflicto de Medio Oriente, la inseguridad, el peronismo, Latinoamérica, el rol de los comunicadores sociales… Casi que parece que todos los temas me pueden dejar parada en polos opuestos según quién me esté juzgando.
Tenía razón Albert: todo es relativo, el observador modifica la realidad.

jueves, 14 de enero de 2010

El Código Rodríguez


Categorías según preferencias musicales y literarias


-Silvio Rodríguez solo: Si es mujer, tarada hippie; seguirá torturando a sus amigos con el Unicornio Azul hasta bien entrados los treinta cuando ya a todos hace rato que les gusta Coldplay. Si es hombre, tiene un trabajo horrible y tendencia a la depresión.
-Silvio Rodríguez + Pablo Milanés: Progre empedernido, algo loser, tiene la casa llena de adornitos mayas.
-Silvio Rodríguez + Castaneda: Si tiene menos de dieciocho, aceptable; si es mayorcito, seguro es un pelotudo importante. Puede tener alguna remera con el Che, aunque la usa sólo cuando lava el auto. Sueña con tener una experiencia con ayahuasca pero no se anima.
-Silvio Rodríguez + Alejandro Sanz: Es comprometido pero, como tantos, tiene un muerto en el placard. Escucha melódicos a escondidas o sólo cuando el entorno “da”.
-Silvio Rodríguez + Peter Capusotto: Se la da de cool pero, entre nosotros, lo de Capusotto sólo es una fachada. No pueden entrar en la misma cabeza dos gustos tan dispares, que Bombita se llame igual no es excusa.
-Silvio Rodríguez + Beatles: Tiene alguna esperanza, no está del todo arruinado. Poco confiable, es medio veleta.
-Silvio Rodríguez + Vivencia: Oldie total. No se debe ver a colores.
-Silvio Rodríguez + Cortázar o Herman Hesse: Pudo haber sido intelectual, pero colecciona duendes de la suerte y señaladores con frases boludas: no tiene arreglo.
-Silvio Rodríguez + Paulo Coelho: Confundido. No sabe qué esperar de la vida. Si le tirás un libro de Sidney Sheldon se pasa de bando.
-Silvio Rodríguez + Stanislavsky: actorcito sensible, tiene una fundación para pinguinos empetrolados o mujeres víctimas de la violencia de género. Escribe con faltas de ortografía y es un poco garca.
-Silvio Rodríguez + Lacan: Psicobolche.

miércoles, 13 de enero de 2010

El aura

Por lo general empieza con algo que lo gatilla, un olor la más de las veces pero puede también ser una melodía; uno ingresa entonces en un plano de percepción totalmente distinto, donde las puertas de la sensorialidad parecen abrirse al máximo. No se imaginen una escena mística. No es nada de eso. Pero sí hay, claramente, un entrar en una sensación de la cual no es fácil salir, porque todo lo que uno comienza a percibir desde ese momento (sonidos, un diálogo, un ladrido, la película que estábamos viendo) parece resignificarse bajo la atmósfera del aura. Con el tiempo uno aprende ciertas técnicas para salir de ese aire enrarecido (cuando es necesario): concentrarse en un detalle de lo que nos rodea, pensar en algún elemento claramente pragmático del presente (por ejemplo, la ropa que hay que lavar o un problema del trabajo), pero aún así a veces es dificilísimo sacudirse las últimas partículas de semisueño, de rareza, de onirismo.
Cuando era adolescente lo llamaba “mi realidad virtual”, aunque por supuesto no sabía bien qué era. Si uno es niño tiende a creer que lo que le ocurre, los insistentes déja-vu por ejemplo, es una clara prueba de que fuimos otros en el pasado y lo que sentimos son reminiscencias de alguna remota encarnación. El neurólogo que me puso en autos al mismo tiempo me desilusionó un poco: mientras me hablaba de crisis comiciales, del uncus del temporal, del aura migrañosa, era un poco como decirme que los Reyes son los padres.
Cuando cumplí veintitantos y ya las cefaleas me partían al medio el neurólogo especialista en migrañas me propuso comenzar un tratamiento profiláctico, es decir, un fármaco a tomar en forma diaria para prevenir las crisis migrañosas. Como hacen tantos epilépticos que se rehúsan a perder sus auras, por supuesto me negué. Es que no podía vivir sin las mías. No imaginaba vivir en un mundo sin imágenes caleidoscópicas, fractálicas, sin los bellísimos estampados de flores que veo claramente al cerrar los ojos cuando me está por venir una jaqueca antológica.
Los migrañosos y epilépticos somos una cofradía que entiende muy bien el raro privilegio que nos tocó: atisbar por un ratito la singularidad sabiendo que luego se caerá en un espantoso dolor o una convulsión incapacitante.
Con los treinta, debo decir, las cefaleas (y con ellas sus auras) fueron mermando. Hoy soy sólo una ordinaria jaquecosa ocasional que lo soluciona muy fácilmente con dosis ortodoxas de Migral. La edad tormentosa pasó, la era surrealista se fue; parece que uno se aburguesara, también, en la forma de sufrir.

martes, 12 de enero de 2010

Recursos Humanos

Los que trabajamos en el seno de una compañía más o menos organizada, tenemos que vérnoslas a diario con una especie tan inútil como peligrosa: los licenciados en recursos humanos.
No se sabe bien cómo, la cosa devino en que desde hace unos años cualquier empresa que se precie tiene que tener un departamento de borregos graduados en una carrera corta pero que, paradójicamente, pueden decidir el destino laboral de respetables profesionales y técnicos.
La primera tortura se le impone a uno al querer ingresar a una de estas compañías: la mayoría de las veces, antes de poder sentarse frente a alguien en capacidad de juzgar nuestras habilidades profesionales, hay que superar una entrevista con alguno de los energúmenos de RRHH, quien casi invariablemente nos desafiará con consignas tan bobas como decir qué queremos ser dentro de cinco años, nombrar un defecto y una virtud propios, o contar una situación difícil que hayamos vivido en lo laboral. La lista es tan previsible que podríamos sacar las respuestas de un capítulo de Seinfeld y salir de lo más airosos. Lo peor de los RRHH es que siempre, aunque te hagan las preguntas más espantosas o te subestimen como cerdos, llevan pegada una sonrisa kolynos que hace que las ganas de pegarles un bife sea casi irrefrenable. Lo increíble es que la mueca no se les va ni siquiera cuando tienen que despedir a alguien o anunciarle que no verá un aumento en los próximos quince años.
Una vez sorteada la “etapa de selección” (así le llaman al caprichoso proceso por el cual eligen el aspirante que les cayó más simpático o les pareció que dará menos problemas a la empresa), los tormentos continúan porque casi todo lo que uno hace o deja de hacer en su trabajo está regulado por las ideas geniales de estos publicitarios frustrados. Me los imagino en sus sesiones de brainstorming, pensando la mejor forma de anunciarles a los empleados que a partir de ahora el festejo de fin de año, por recortes presupuestarios, será reemplazado por una merienda autogestionada en la plaza de la esquina. Seguramente, ellos lo convertirán en un alegre anuncio elogiando las bondades de comer un sándwich de mortadela al aire libre o la importancia de colaborar con los que no pueden pagarse el refrigerio solitos.
Los RRHH encuentran su máximo canal de expresión en el e-mail, probablemente porque mediante esta vía pueden dar rienda suelta a su necesidad de llenarlo todo con caritas felices, matecitos, e-guirnaldas y signos de admiración. Todo aviso parroquial, por ejemplo que hay que renovar el formulario de ganancias, va acompañado de emoticones y letras de colores que, se supone, colaboran en hacernos el día mucho más feliz. Lo que ocurre en realidad es que los RRHH son todos, pero todos, adultos bastante pavotes que le encontraron la vuelta a poder seguir actuando como nenes el resto de sus vidas. Se excitan terriblemente cuando la consigna es decorar, recordar cumpleaños u organizar el amigo invisible de la oficina.
Aunque pudiera colegirse lo contrario, los RRHH no son para nada solidarios con los movimientos trabajadores; ellos sólo conciben al empleado como un ente individualista que cuando se agrupa en más de dos se convierte en un agitador peligroso que hay que remover de la empresa. En la facultad por correspondencia que les da el diploma les enseñan, seguramente, todas esas huevadas relativas a que una persona que es autosuficiente no necesita organizarse para exigir sus derechos, etc, etc. También les deben enseñar a estos cabecitas frescas, a juzgar por su conducta genuflexa, que los jefes son siempre personas amigables y bonachonas que buscan nuestra felicidad regalándonos luncheon tickets y beneficios exclusivos. Ellos, cual arcángeles ungidos, son encargados de comunicar las bendiciones papales de turno. Se sienten en la cima de la dádiva cuando anuncian (por e-mail, por supuesto) que la empresa ha decidido, en un esfuerzo económico sin precedentes, otorgar a sus colaboradores un descuento del 5% los jueves impares en el supermercado Nine de Castelar (que no incluye bodegas Chandon). Los RRHH suelen comentar entre ellos, como si se susurraran un secreto divino, lo lindo que es tener un trabajo donde siempre se dan buenas noticias y se ayuda al crecimiento de las personas. Si hasta parece que cuando reparten los sobres con los recibos de sueldo, se creyeran un poquito que son ellos los que nos están pagando…
Los RRHH suelen trabajar en dulce montón con sus principales cómplices, los psicólogos laborales. Estos sujetos, expulsados del circuito de la asistencia de salud, terminan vaya a saber cómo trabajando para empresas que los convencen de que ellos solitos podrán definir el perfil psicológico de los postulantes. En realidad es como la ambulancia para los médicos (o sea, el trabajo que nadie quiere y que queda para los mediocres que aprobaron con cuatro), pero ellos, fingiendo encanto con su trabajo detectivesco, nos abruman con su batería de tests pseudocientíficos, los cuales, de nuevo, son de respuesta obvia y remanida cuando ya se hicieron más de una vez. Mi teoría es que, salvo que en las manchas uno insista en ver testículos o tipos matando viejas, la cosa está más o menos zanjada. Los “informes” que preparan luego de estos psicotécnicos contienen insensateces que siempre deschavan nuestras pulsiones anales o nuestros deseos ocultos de serruchar a un abuelo, por lo cual nadie en su sano juicio pide leerlos una vez que superó el trance. Estos perfiles que elaboran, la más de las veces son absolutamente compatibles con el puesto al que se aspira, por lo cual uno tiene que concluir que a estos enfermos les gusta escribir chanchadas sobre las personas que no conocen, just for fun.
RRHHs y psicólogos laborales están en el mundo para limar las singularidades, elegir al más estándar y tratar de descartar la originalidad que pueda cuestionar al status quo. Fueron entrenados para privilegiar a los no problemáticos y hacer encajar a las personas en los tres o cuatro moldecitos que les enseñaron en sus días de estudiante. Los aterroriza la idea de la innovación a pesar de que se llenan de frases modernas y efectivas como “motivación situacional” o “pensamiento lateral”. Por eso, la mejor estrategia con ellos es tratar de parecer siempre un poquito más estúpido de lo que se es en realidad, celebrarles las frases cursis y hacer todo lo que esperan de uno: no mirar para abajo, no mirar para arriba, no rascarse la nariz mientras se responde, no titubear pero tampoco responder muy rápido; en definitiva, no ser nunca espontáneos. De esa manera aumentamos las chances de pasar a la etapa siguiente donde sí nos entrevistará, con toda probabilidad, un homo sapiens.

domingo, 10 de enero de 2010

Mr. Músculo Anti Negro


Hace unos días les di duro a los progre. Lo reconozco: les tengo cariño, admito que si no fuera por las paparruchadas que hacen para convencernos de que son especiales, probablemente concordaría con gran parte de sus ideas.
Ahora, los que están del otro lado de la línea divisoria, los anti-negro, esos sí que definitivamente merecen algún tipo de tortura sofisticada que todavía no termino de elucubrar.
Llamo anti-negro al miembro de clase media (puede ser tirando a alta o baja, increíblemente da lo mismo), que siente escozor, rechazo, terror y desasosiego frente a cualquier cosa que le parezca popular o relacionada con los estratos socioeconómicos más bajos. Aún más, ni siquiera sé si realmente eso es lo que sienten o lo que necesitan vocear para dejar bien en claro que no forman parte de la negrada.
Son los que dicen frases del estilo “pobre pero honrado” (haciendo alusión, casi siempre, a una empleada doméstica que tuvieron y que pese a haberse criado en una familia de nueve personas donde comían día por medio, nunca salió a robar sino que trabajó como una burra para ellos desde los catorce años, lo cual les permite colegir inmediatamente que los pobres que son ladrones es porque quieren). O sea, algunos anti-negro funcionan como los nazis que tienen un amigo judío. También les produce una irritación tremenda todo lo que tenga que ver con sindicatos y gremios, menos por supuesto cuando les toca ir a buscar la canasta de Navidad de la oficina: ahí se las apañan para besarse con el delegado y hasta sacarse una foto con algún que otro morocho.
La mayoría de estas personas anti-negro se hacen devotos o detractores de políticos, cantantes, deportistas y astrólogos según les parezca que éstos tienen olor a negro o no. Por ejemplo, todo lo que hace el matrimonio Kirchner, desde abrazarse con Chávez hasta usar carteras Louis Vuitton, inexplicablemente es de negros. En cambio, Macri sí que les huele a limpio y a tipo que, en su imaginario, los puede ayudar a dar el saltito definitivo a una clase superior. Entonces suelen apoyarlo incondicionalmente o, al menos, abstenerse de opinar cuando sus mocos son abiertamente bochornosos.
Con lo del campo, los anti-negro salieron a desfilar con sus mejores galas porque sintieron que podían expresarse bajo un consenso casi ilimitado. Estaban en éxtasis, fueron sus días de gloria. Imagínense que durante esas semanas pudieron asomar de sus agujeros a decirle a cualquiera las cosas que normalmente sonaban un poquito políticamente incorrectas y sólo se decían entre casa con los fideos de los domingos. Que este gobierno quiere sacarle a los que trabajan de verdad para repartirle a los negros vagos, que queremos parecernos a Bolivia y no a Suiza, etc etc. Circularon mails, con gráficos de columnas incluidos, mostrándonos a todos cuán vandálico era pedirle a los estancieros que largaran un poco la torta. Las palabras “retenciones” y “mesa de enlace” fueron repetidas como un mantra por imbéciles que no saben ni dividir por dos, pero sintieron que de alguna manera había que tomar partido y no estaba bueno quedar del otro lado de las 4x4 y las señoras paquetas que salían por la tele al lado de Biolcatti.
Ahora, con la inseguridad (a Sandro, pobre, además de unas cuantas alegrías musicales le debemos también que por unos días no haya habido inseguridad en el conurbano), hay un nuevo campo fértil para que todo se pueda decir sin costo político. Cualquier taxista ignorante piensa ahora que está un poquito más justificado pasarle con el auto por encima al trapito que le rompe las bolas, total la pueblada no se le va a venir encima precisamente a él.
Lo curioso, lo inadmisible, es que este fenómeno como dije antes atraviesa incluso aquellas clases que debieran sentirse más cercanas a lo popular que a la crema patricia de nuestro país. Es, como dijo una vez mi marido con respecto al racismo increíble que vio entre los mexicanos, el marrón discriminando al negro. Me parece que los ricos que son groseramente ricos ni se calientan por estas cosas que a los medio pelo los tiene tan preocupados. Y es de no creer. Me produce la misma perplejidad que cuando veo a algún neonazi local que, con sus rasgos claramente mestizos, se tatúa esvásticas y reivindica al Tercer Reich. Es como que me muero de ganas de salir a aclararle que si Hitler hubiera seguido con lo suyo, los pibes como él tampoco hubieran tenido mucha chance de ser incluidos entre los de la raza privilegiada. Pero después me digo que no tiene sentido (además de que probablemente me ganaría una piña bien puesta); no se puede contra la pulsión de los humanos por ser algo que no se es o, en términos más académicos, querer cagar más alto que el culo.

Enigmas Médicos


Hay un fantasma que recorre Argentina: el del opinador en materia médica.
No es, como podría inferirse, médico; ni siquiera, la más de las veces, tiene formación biológica alguna. Es que el opinador médico es siempre un ciudadano bastante comunardo –algunos con más saña y bruteza puesta al servicio de la opinión salame, otros con menos-, y hasta me inclinaría a pensar que cuanto menor es el conocimiento, mayores las ganas de verter burradas por todos los orificios para la consideración del prójimo.
Pocas ramas de la ciencia deben haberse visto tan azotadas por este flagelo como la medicina. Digamos que si uno eligió ser abogado, arquitecto o economista, está bastante a resguardo de las salvajadas de los opinadores de turno. Rara vez vemos a un lego explicarle a un ingeniero la mejor forma de hacer un puente, o a un filósofo la verdadera implicancia del espíritu del mundo según Hegel.
Sin embargo, los que somos médicos nos vemos atormentados muy seguido por charlatanes que, sin pudor alguno, nos discuten, informan, esclarecen y asesoran sobre temas que se supone manejamos un poquito mejor que ellos, dada la respetable cantidad de años que pasamos quemándonos las pestañas al respecto. La fuente de tan lúcidas aseveraciones es, por lo general, alguna columna de la revista Para Ti, un mail que anda circulando, lo que escuchó el lego en “el noticioso” o, indudablemente la estrella de la evidencia científica, lo que le pasó a un amigo o entenado.
El mecanismo por lo general es así: ávido de comunicar su sapiencia, el opinador médico comienza sacando el tema disimuladamente, como al azar; es decir, la mayoría de las veces preguntándonos con aire inocente nuestra opinión sobre un tema médico X. Cuando nos avenimos a explicarles lo que sabemos del tema (no suele ser mucho, pero al menos lo poquito que podemos decir tiene cierto aval, digamos, académico), el opinador aprovecha para ilustrarnos con la verdad de la milanesa, que por lo general es una iluminación genial que desbarata todo lo que el corpus galeno da por verdadero. Al opinador médico le encanta discutir. Es capaz de pasarse una semana googleando para encontrar ESE caso raro y especial que desmiente lo que la casuística mundial ha establecido. Muy a menudo, otorga más valor a lo que dicen curanderos, kinesiólogos y parteras que a lo que dicen los médicos. Se le juegan cuestiones de índole muy personal a la hora de argumentar; cuando da el brazo a torcer sólo es una tregua que ya tendrá ocasión de romper al grito de “¡Mucha facultad, mucha facultad pero tenía razón yo!”
La verdad es que no sé cómo logramos que una ciencia de considerable complejidad como es la medicina, esté en boca de cualquier pavo que lanza postulados científicos sin ponerse colorado. No sé cómo te hablan tan frescos del infarto cuando la mayoría no sabe ni siquiera cómo funciona la circulación de la sangre. ¿No se nos habrá ido la mano con lo de la divulgación científica? ¿No nos habrán enterrado tantos Zin, Cormillot, Socolinsky y otros que pretendieron poner en el soberano la llave del conocimiento sagrado que Hipócrates nos legó casi al oído?
Puede ser.
Voto por volver al oscurantismo total, sólo por verme librada de los opinadores que me rodean e insisten en enseñarme las cositas que, por algún motivo, creen que no terminé de entender en mis días de facultad.

sábado, 9 de enero de 2010

Anfitrión


En el mundo hay malos y buenos anfitriones. Me atrevería a decir que es casi imposible, incluso tras una vida de esfuerzos y buenas intenciones, pasar de una categoría a otra. Es innato, es como ser diestro o zurdo. Conozco gente muy buena y voluntariosa que sin embargo hace de sus agasajos una experiencia espantosa para quien los padece.
En general los buenos anfitriones tienen el don natural de preparar cualquier escena para la llegada de un invitado. Es la típica persona a la cual le caen dos amigos de sorpresa y con lo que tiene en la heladera les arma un buffet froid. Llena en un minuto la mesa de comida y siempre, pero siempre, hay de más. El buen anfitrión espera con placer el momento de la llegada de los amigos; es más, suele ser bastante ansioso y tener todo listo con mucho tiempo de anticipación. En honor a la verdad, y porque me considero de este grupo, también hay que decir que muchos buenos anfitriones nos calentamos terriblemente cuando los invitados llegan tarde y podemos ser muy cabrones si algo sale distinto a lo planeado. Pero la idea, lo digo en descargo mío y del gremio, es que quien viene pase un buen momento y nada lo arruine.
El mal anfitrión, en cambio, casi siempre te espera con cosas recalentadas, e invariablemente le falta un ingrediente esencial que tiene que salir corriendo a comprar para que su pollo al horno no sea rápidamente reemplazado por una mala pizza de delivery.
Sin embargo, lo que más me enerva de los malos anfitriones no es la fatal experiencia culinaria a la cual por lo general te someten. Para eso hay una solución que es ir ya comido y argüir que uno está a dieta o con enterocolitis fulminante.
Lo que sí me saca de quicio y me da unos deseos enormes de borrarme del lugar del crimen, es el hecho de que el mal anfitrión, aún sin proponérselo, casi siempre te hace sentir que sos una molestia en su propio ágape. No importa si te invitó con dos meses de anticipación, si confirmaste que ibas, si te insistió amablemente para que lo hicieras: cuando llegás, el mal anfitrión y su familia aún no están listos para recibir decentemente a un ser humano, o en ocasiones ni siquiera llegaron a su casa y los tenés que esperar en el palier con el vinito que trajiste en la mano, o -si tenés más suerte- adentro, rodeado de personas que no conocés pero tuvieron la amabilidad de hacerte pasar para que no te congeles en la calle. Cuando finalmente llega, el mal anfitrión, lejos de disculparse o demostrarte que intentará enmendar la situación al instante, comienza a quejarse del día de perros que tuvo y de que todavía le falta ducharse, cambiarse, bañar a los chicos, preparar la comida con la cual aparentemente te va a agasajar, y, por fin, sentarse tranquilo a tomar una copa de vino. Generalmente uno termina sintiéndose fuera de lugar, sentadito en el borde de una silla (mientras el mal anfitrión pasa semidesnudo con la toalla en la cabeza), obligado moralmente a colaborar con las cosas que se supone debían esperarte hechas, y culpable por tener hambre a las once de la noche.
Como a esta altura ya nadie se atrevería a pedir a este atribulado ser la excelencia en los servicios prestados, y para evitarle la enorme carga de limpiar después, se termina comiendo cual tribu de caníbales, compartiendo tres platitos entre doce, disputando al prójimo la posesión de un tenedor, o tratando de comer con algo de decoro la torta que sirvieron en servilletas y que claramente va en un plato. Abundan las frases del estilo “Dejá, nos arreglamos así” o “Con esto está perfecto”, cuando en el fondo de tu alma lo querrías matar no sin antes mandarlo a hacer un curso acelerado de la condesa de Chikoff. Con la experiencia uno aprende que en casa del mal anfitrión, hay que devorar todo lo que cae en tu área de la mesa, porque nunca se sabe si es lo último que van a repartir en toda la velada. No es recomendable hacerse el comedido. Las reglas de protocolo no te conducen a ninguna parte, porque el mal anfitrión carece de la preocupación de que cada uno reciba una ración lógica y mínima de comida, y eso hace que sea el mismo invitado quien esté a cargo de su propia subsistencia. Es un poco como la ley de la selva.
Recién cuando uno está empezando a sentir que su estómago recibió algo de alimento y ya se puede iniciar alguna conversación cortés (por lo general interrumpida constantemente por los niños anfitrionitos, quienes copan la escena y hacen berrinche), es ahí entonces cuando los malos anfitriones empiezan con el numerito de los bostezos y el taza, taza, cada uno para su casa. Increíblemente, termina pareciendo de mala educación no pararse a levantar la mesa, ayudar a lavar, y huir avergonzado como si el desubicado fuera uno.
La pregunta obvia es, por supuesto, ¿para qué carajo te invitan? ¿Por qué no se quedan tan tranquilos mirando una película y comiendo pizza fría? Probablemente la respuesta sea que en el fondo de sus insondables cabecitas, los malos anfitriones disfrutan estos momentos y se sorprenderían muchísimo de saber que uno no. Quizás es por eso que se ofenden tanto cuando declinás una invitación arguyendo que tenés un bar mitzvá en Baradero o una indisposición de último minuto. No lo entienden. No pueden creer que haya gente a la cual no le parezca re divertido improvisar, “salir de la rutina” y pasar siempre un poquito de hambre.


(Este post, por razones prácticas, sale bastante después de su creación para evitar herir susceptibilidades anfitrioniles)

martes, 5 de enero de 2010

El Pasado (y no de Alan Pauls)

En contra de quienes piensan que ahora es Facebook la fuente de todo reencuentro con el pasado, a mí el pasado me encara todo el tiempo en los lugares más caprichosos.
Hoy, por ejemplo, frente a la vidriera de Ferraro mientras decidía si compraba un par de sandalias divinas. En eso andaba cuando me aborda un hombre de unos cuarenta y cinco años, y al “Disculpame” pensé inmediatamente que se trataba de un intento de levante, o un loco que me iba a lanzar una profecía… es que nada en mi actitud, absorta como estaba en la contemplación de los zapatos, invitaba a preguntar por una calle o la parada de un colectivo.

-¿Sos Carolina?, me dice el hombre
-…Sí… (saliendo del sueño zapateril, sacándome los auriculares del MP3)
-¿No sabés quién soy?
-…
-Mirame bien
-…
-Soy tu hermano, me dice

Y explotó la caja de los recuerdos. Mi medio hermano Pablo, mitad leyenda, mitad sueño, que no podía ser ese hombre de cuarenta y tantos si en mi recuerdo era, todavía y siempre, un adolescente.
Charlamos, claro. Hubo inmediata empatía; decidí en una décima de segundo que pese a los secretos familiares y las intrigas y el desconocimiento no actuaría con recelo ni especularía ni trataría de mostrarle los dientes para no ser lastimada. Simplemente le hablé. Le dije que ya no me sorprendía que retazos de mi historia aparecieran así, de la nada, cuando ya no los esperaba, que ramas y ramas de mi árbol genealógico anduvieran por ahí al acecho para siempre sorprenderme un poco más.

-¿Pero vos no vivías en el sur?

Lo último que yo había sabido de él, era que se había enamorado de una chica que no era lo que mi padre soñaba para él, y que peleadísimo se había ido a vivir al sur. Sin embargo, vive en San Luis, y es profesor de tenis, y tiene una hija que según sus palabras es más alta que yo.

-Vos escribís, me dice

Le digo que eso es sólo una parte de mí que conoce quien me googlea, pero que soy médica, madre, esposa, que tengo otra vida que no puede ser rastreable por internet.
Y mientras hablamos, y nos intercambiamos teléfonos que probablemente nunca vayamos a usar, yo no paro de mirarlo y pensar que es imposible, que este hombre algo ajado por los años no puede ser mi medio hermano Pablo, el que tenía un amigo italiano (Octavio) que era la perdición de las chicas, el que un día juntó unas monedas para llevarnos al Italpark, el que siguió teniendo siempre una habitación en cada casa que habitábamos (“la pieza de Pablo”) pese a que era poco probable que volviera a ocuparla alguna vez.
Me acordé de una parte de “Before Sunrise”, donde Celine le muestra a Jesse su tumba preferida en el cementerio de Viena (la tumba de una niña muerta hacía siglos, que ella solía visitar cuando era chica) y en ese momento descubre que ahora ella ya no tiene la misma edad que la niña muerta, que ésta siempre tendrá nueve años mientras Celine seguirá creciendo. Así era Pablo para mí, cristalizado en sus dieciocho o diecinueve, hasta que volvió a mi vida para mostrarme que el tiempo también pasó para él.

-No soy fisonomista, le dije, disfrazando mi desconcierto. Pero todo ya estaba bastante dicho entre nosotros.

lunes, 4 de enero de 2010

Lecturas infantiles y morbo


De niña tuve una relación morbosa con algunos de mis libros. Oliver Twist, por ejemplo, del cual tenía una edición infantil ilustrada, me atraía a la vez que me espantaba con su fantasmagórico retrato del Londres de los villanos y los bandidos. Los Músicos de Bremen, por su parte, me aterrorizaba porque trataba básicamente de una pandilla de animales salvajes que entraban a hacer estragos en la casa de unos ladrones mientras éstos salían de atraco.
Sin embargo, volvía una y otra vez a estos libros. A Oliver Twist lo leía escondida en algún rincón de la casa, comiendo pan con queso y soñando con que era yo la pobre huérfana a merced de la ciudad extraña.
A Los Músicos de Bremen lo dejé olvidado en un hotel de Mar del Plata; lloré su extravío porque me daba cuenta de que algo muy poderoso, que lograba encerrar entre las páginas de un libro a mis terrores más profundos, se había perdido para siempre
.

domingo, 3 de enero de 2010

Nosferatu el festivalero


Hay una especie muy identificable dentro de la fauna vernácula: es el asistente a festival de cine, de ahora en más “festivalero”. Nótese la sutileza: no el cinéfilo amateur, ni el asiduo consumidor de películas, ni siquiera el estudiante de cine (aunque pueden coexistir), sino el fan “raro” del Bafici y similares. Primero debería aclarar que existen, de hecho, personas muy respetables que consumen Bafici a troche y moche pero no se han contaminado de las características que pasaré a describir, sino que disfrutan genuinamente del cine independiente y alternativo. Suspenden la incredulidad cuando es necesario, tal como pedía Coleridge. No necesitan parecer originales, no les interesa. Mi marido es uno de ellos.
El festivalero, en cambio, es fácilmente reconocible para el ojo entrenado. Fluctuaciones de moda aparte, el varón por lo general viste alguna remera de diseño alusivo, o cool, o demasiado loco para que los que usamos marcas tradicionales podamos identificarlo. En otras palabras aspira a que sus remeras digan a gritos lo original que es y las cosas tan alternativas que le gustan.
La mujer, en cambio, suele usar anteojitos a lo Lennon (me animaría a decir que incluso aquellas que no los necesitan para ver, sino solamente para parecer), indumentaria con mucha superposición, bombachudos, carteras de materiales ridículos y medias rayadas.
Si uno tiene la fortuna de ocupar un puesto cerca de una pareja de estos especímenes, notará con asombro que no entiende una palabra de lo que hablan, aunque entre ellos parecen comprenderse a la perfección, a juzgar por el gesto embobado de admiración que se prodigan mutuamente.
Su relación con los films es francamente asombrosa. La mayor parte de lo que consumen es cine de países exóticos, asiáticos, iraní, turco, pero también de lugares impronunciables como Kurdistán. Los excita profundamente que el país original sea desconocido, pequeño o azotado por una dictadura. Eso no es lo llamativo. Lo que es asombroso, es que no parece importarles si la película es interesante o mala, profunda o banal, bella o de estética espantosa: lo que el festivalero celebra es el plano largo, el diálogo austero, las locaciones agrestes, el presupuesto barato, la secuencia temblorosa de la handycam. Digamos que el lenguaje narrativo tradicional donde se cuenta una historia siguiendo una introducción, un nudo y un desenlace, no les interesa en lo más mínimo; es más, lo consideran demodé, berreta, para los no iniciados. La mala palabra entre los festivaleros es mainstream. Les encantan algunos directores de culto pero no importa cuán bien haga los deberes Spielberg, jamás le perdonarán el éxito obtenido con algunos de sus productos.
Interesante de ver es el espectáculo de los festivaleros a la salida de la película de ocasión. Los diálogos entre los de su tribu son, de nuevo, ininteligibles y parecería que la consigna es poder decir menos con más. Les gustan las palabras rimbombantes y las alusiones interdisciplinarias: una película es muy Picasso, es del mejor Baudelaire, es demasiado barroca. Si un impío llegara a decir “es buena”, “es mala”, “me gustó”, “me pareció una porquería”, sería automáticamente expulsado del clan. Lo vital es ser afectado. Y es que el festivalero rara vez es culto; por lo general es bastante burro y de lo único que puede hablar durante diez minutos seguidos es del cine que vio, verá o espera ver, por lo cual, imagino, aspira a estirar su protagonismo todo lo que se pueda.
Hace unos años me tocó vivir una anécdota que, creo, los pinta de cuerpo entero: si bien ocurrió en el ámbito del teatro y no del cine, estábamos frente a la misma fauna (no los subestimemos, los festivaleros invaden toda expresión artística, ¿o nunca los vieron haciendo huevo en el Malba?). Asistí a la obra en la cual actuaba un amigo mío, en una de cuyas escenas él debía encender un cigarrillo. Hizo varios intentos fallidos con el encendedor, y como al décimo logró encender el pitillo rebelde. A la salida de la obra lo intercepta una festivalera vestida con todas las galas, quien le dice, embargada por la emoción, que la obra la conmovió profundamente, pero muy especialmente la parte en la cual el autor nos quiere transmitir, mediante esa incapacidad de prender el cigarrillo, la crisis de nervios en la que se encontraba el personaje, su futilidad para lograr las cosas más pequeñas. La verdad era, según me contó después mi amigo, que el encendedor simplemente se le había atascado y la cosa no revestía intencionalidad expresiva ninguna.
Será por eso que los festivaleros ven siempre angustia en el plano de un arbolito pelado, presencia de muerte en un oscuro sostenido, alegorías diversas en imágenes que la mayoría de las veces son simplemente eso, imágenes que el director encontró bellas, lo cual no les quita mérito expresivo en lo absoluto.
Es que los festivaleros no son nada si no se definen a sí mismos a cada segundo. Sin la remerita loca y el uniforme cool, o si no pueden ir a ver una película y agredirla con sus elucubraciones baratas de estudiante conflictuado, sólo son pibes algo bobos.
Prefiero al ama de casa que se permite emocionarse con La Lista de Schindler, sin preguntarse primero cuánto levantó el director con E.T.

Mis queridas palomitas blancas

Es curiosa la forma en que las personas buscamos demarcar nuestra identidad soñada.
Últimamente no dejo de reflexionar sobre este punto y, como sucede casi siempre que un tema ocupa la mente, múltiples ejemplos afloran a mi alrededor –y yo los hago significativos, por supuesto.
Seguramente los sociólogos ya llenaron páginas y páginas de esto. No lo sé. Me fascina (en el sentido de asombrarme y maravillarme) la manera en que la gente elige, se agrupa, se asocia, se afilia, educa a sus hijos, lee, no lee, repudia o alaba, en función a la imagen que desea dar de sí al mundo, al tipo de persona que desea ser, incluso al precio de dejar de hacer lo que probablemente los haría más felices. Y lo más curioso es que cuanto menos se ES esa clase de persona, más ahínco se pone en tratar de adornarse con signos que denoten que sí se ES. Admito que este punto es lógico: probablemente si estamos muy seguros de lo que somos, y de que lo que somos nos gusta y colma nuestras expectativas, no sentiremos necesidad de reforzarlo para el exterior, por las dudas que no se note.
Sé que el tema es ambiguo; doy ejemplos: si una persona X desea dejar bien en claro que es sensible a los efectos nocivos del paso del hombre sobre el planeta (al margen de que los mismos, según los biólogos evolucionistas más avezados, es parte imparable del proceso de cualquier ecosistema), es probable que elogie lo “natural” por sobre lo “artificial” o “químico” (no importa que las bacterias o virus sean, obviamente, “naturales”, y las vacunas que salvan vidas, “artificiales”), que abomine a cualquier edulcorante y prefiera el azúcar (no importa que la nueva plaga occidental sea la diabetes tipo II y que nuestros niños consuman cantidades alarmantes de azúcares de todo tipo), que coma con delectación cualquier pollo que le hayan vendido como “de granja” aunque las condiciones de cría no sean inspeccionadas ni por el Dr. Cureta.
Si, en cambio, otra persona Y desea hacer saber al mundo que es “progre” (indescifrable cocoliche que eligen muchos miembros de la clase media con aspiraciones de alta pero anhelo de no ser “grasa” o “insensible”), probablemente y aunque en su fuero interno las minorías le produzcan algo de escozor, no dejará pasar oportunidad de comentar con cuánta felicidad tolera e integra, aprecia las culturas indígenas, le encanta lo étnico, se preocupa por los pobres (por lo general, sólo desde el discurso)
Dentro de esta categoría encontré, por supuesto y cuándo no, madres. El yeite es que ahora las madres progre ya no se contentan con contarle al mundo que sus hijos van a una escuela progre, que educa “por el arte” (nunca entendí bien qué significa esto y cómo se las arreglan, por ejemplo, con el teorema de Pitágoras… ¿lo cantan?), que integra, que es waldorf, que considera a cada niño como un individuo único e irrepetible y todas esas cosas que gustan de anunciar al mundo, cuando para otros son simplemente obviedades que esperamos que la escuela de nuestros hijos posea en forma natural (algunas, no lo de waldorf por ejemplo, que en lo personal me parece un delirio para ricos preocupados de que sus hijos no obtengan el suficiente protagonismo)
Ahora, la nueva onda es que nuestros hijos vayan a la escuela pública. Ya fueron las privadas, eso es para nuevo rico o menemista. Las escuelas que elegimos hasta hace poco ahora son una grasada. Ni hablar de las que contemplan intereses minoritarios como escuelas de alguna etnia en particular. Horror, antigualla. Ahora lo más top es mandar a los hijos a la escuela pública, pero OJO, no a cualquiera por supuesto. Hay una o dos que se han convertido en la meca de las mamis progres, e intuyo que para eso hay dos motivos: el explicitable es que se trata de escuelas con una dirección piola, con intereses pedagógicos, con maestras integradoras, con una cooperadora muy presente (todo lo cual me parece muy loable.) El motivo oculto es que, en realidad, estas escuelas no son el crisol de razas que podría esperarse de una escuela pública (lo cual a esta altura también es una falacia, ya que hoy día hasta las clases medias bajas hacen todo su esfuerzo por dar a sus hijos educación privada, por lo cual la mayoría de los establecimientos públicos han quedado destinados solamente a aquellos que no tienen otra posibilidad): muy por el contrario, y según el testimonio de cierta mamá progre que enviará a su hijo a una de estas escuelas de Belgrano, la misma maneja una lista de inscriptos paralela, privilegiando el ingreso de niños de cierto target (hijos de profesionales o artistas), mientras que los “hijos de porteros o verduleros” (sic) asisten a otra escuela pública que queda a escasas cuadras de la primera. Esta misma madre me contó, no sin jactancia, que cuando fue a la entrevista con el director, había varias 4x4 en la puerta del establecimiento. O sea, una escuela pública pero para gente como uno.
Honestamente, lo que me sorprende no es que haya gente que aspire a esto, sino establecimientos públicos que le cumplan el capricho.
Como dijo atinadamente Mónica López Ocón en un artículo –que recomiendo- sobre los nuevos progres, también la onda ahora es parir en cualquier lugar salvo en las instituciones especialmente preparadas para ello. Lo más es tener los hijos agachada, en el baño, dentro de una pileta, en el patio de casa o en medio de una ceremonia chamánica; parir como los tobas. Por supuesto, lo de las complicaciones intraparto que pueden surgir, es sólo una mentira de quienes abogamos por el parto inhumano y medicalizado. Sería en vano explicarles lo de la desventaja evolutiva que nos ganamos al bajar de los árboles y pararnos en dos patas, porque no creo que a estas mamás tan proselitistas les interese demasiado lo que dijo un tal Charles Darwin hace ya tanto tiempo. ¿Cómo hacían sino los antiguos, tasas de mortalidad aparte? ¿Cómo se las apañan los animalitos sino, que son tan sabios? Hasta he escuchado a alguna de estas parturientas progre decir que de otro modo, el parto no es una hazaña de la mujer, que la misma no participa, lo cual nos instala a la masa de mujeres que hemos ido a cesárea en el papel de un simple vegetal que se deja maniobrar por un médico.
Sin embargo, y aunque no lo parezca, me inspiran cariño los aspirantes a progre. Me recuerdan mis propias inseguridades (que las tengo, y muchas, aunque no en este sentido en particular), y las formas que elijo para ocultarlas, disfrazarlas, esconderlas tras las virtudes de las cuales sí me enorgullezco. Es tan viejo y natural como eso de “dime de qué te jactas y te diré de lo que careces”.