sábado, 28 de noviembre de 2009

A Widow For One Year




Ayer fue uno de esos días que me encuentran levantada a las 4 am para alcanzar un avión, y una de esas noches en las cuales, pese al madrugón, no logro conciliar el sueño hasta las 24. Primero devoré, literalmente, lo que me quedaba de Una Habitación Cerrada (del mejor Auster) y Amsterdam (del McEwan de siempre, o sea, impecable).
Y como la literatura se me terminó a una hora crítica, seguí con la televisión.
Estaban dando A widow for one year, inspirada en el libro homónimo de John Irving que leí a mis veintipocos. El recuerdo que tenía del libro era, como suele pasarme, sólo la memoria de que había sido una buena experiencia literaria; del argumento no podría haber hablado demasiado. Algunas personas que me conocen se sorprenden de la facilidad con la que olvido las tramas de libros que me han gustado mucho, al punto de que cuando era adolescente anotaba en mi agenda los títulos de lo que había leído, para no cometer el error de comprarlos nuevamente.
Como sea, A widow for one year debe ser más fácil de leer siendo soltera que madre de un hijo. La historia es devastadora: una pareja pierde a dos hijos adolescentes en un accidente terrible, lo cual amén de provocarles una separación muy meditada, gravita sobre sus vidas como una sombra eterna, como lo no hablado, el tabú que no cierra sus ojos ni por un instante.
Ruth Cole es una pequeña hija de ese matrimonio, que crece bajo la égida de esos hermanos muertos pero presentes en innumerables fotos blanco y negro. Tommy y Timothy se quedaron vivos en esas fotografías, riendo en una playa, escondidos en la cama de su madre donde son sólo unos pies que asoman bajo las sábanas. Pero Ruth ya aprendió a amar a esos pies, y es demasiado tarde para ella, se convirtió en una de esas niñas taciturnas, alegres pero conscientes de una terrible forma de la crueldad de algunos aspectos de la vida.
Marion Cole es la madre de esos hijos, una mujer bellísima que parece haber quedado vacía luego de la tremenda pérdida. Por obscuras y nunca develadas razones se convierte en amante de Eddie, el joven asistente de su marido, quien le trae reminiscencias de uno de los hijos muertos. Marion cae en una catatonia histérica cada vez que se menciona el accidente. Y a Eddie la unen aspectos que no conviene mencionar, que sólo se dejan entrever en la historia.
Su marido Ted es un escritor progre de cuentos para niños, en pose de artista loco, y con la soberbia que estar en esa pose implica. Tolera el affaire de Marion con Eddie y él mismo se acuesta con mujeres a las que pinta desnudas. Sus historias para niños no son infantiles para nada, tienen dejos sombríos y aterradores; la más famosa es “Una puerta en el suelo”, historia que gira, alegóricamente, en torno a una puerta donde el niño protagonista inevitablemente desaparecerá, pese a las advertencias de su madre. El cuento es una remake de cualquiera de los mitos griegos, donde los protagonistas no hacen sino correr hacia su destino, aún cuando hacen todo para evitarlo (¿de qué sino de eso hablan nuestras historias antiguas?)
Lo más desgarrador de la historia no es la narración del accidente por parte de Ted Cole, como podría colegirse (“detalles específicos, Eddie”, le recomienda a su discípulo a la hora de escribir historias, consejo que sigue al punto cuando le toca contar la forma en la cual perdió a sus hijos varones), sino el hecho de que Marion decida irse un día, dejándolo todo atrás, porque “ya se ha quedado demasiado”. Cuando Ruth vuelva del doctor, no encontrará a su madre ni a las fotos de sus hermanos desaparecidos. Sin embargo, recordará con precisión perturbadora cada detalle de las fotos, las irá narrando en su hueco vacío sobre la pared blanca porque las ha internalizado para siempre.
Luego de la partida de Marion, Ted Cole juega un último partido de squash y luego, ante la sorpresa del espectador que nunca la había visto ahí, abre una puerta en el suelo de la cancha y por ella desaparece.
Aquí termina la película aunque no el libro, que según creo recordar nos muestra a Ruth cuando ya ha crecido y toda su particular infancia la convierte en la mujer que es a sus treinta años.
Toda la película (y el libro también, aunque sin el recurso de la imagen) es una secuencia de alegorías, de escenas oníricas, donde el pasado nunca se ha ido del todo sino que cubre a los personajes como una pátina espesa. Las locaciones no son azarosas: largos pasillos, jardines descuidados, la inmensidad del agua que rodea a la casa y sus habitantes, como advirtiéndoles que de aquí no hay huida posible.

martes, 17 de noviembre de 2009

Banderines

Ayer, hablando con M., descubrimos que de niñas teníamos parecidos juegos reflexivos. Lo curioso fue que ambas volvimos al recuerdo de ellos luego de haber sido madres, en un deseo ambivalente de que nuestros hijos hereden una parte escogida de ese mundo: la imaginación pero no el desvarío, la sensibilidad pero no la melancolía, la consideración pero con algo de necesario egoísmo. Vamos, que queremos las dos que nuestra descendencia traiga mejoras, lo cual no nos hace tan distintas al resto de las madres.
Ella recuerda con precisión asombrosa el momento en el cual comenzó a anticiparse a muchos de los modismos adultos, y a burlarse silenciosamente de ellos. A subestimar lo que la subestimaba como niña de unos tres o cuatro años. Guardó en su memoria el momento en el cual comprendió que el castigo de una maestra era insensato y no la convencía ni a la maestra misma.
Yo tengo el mismo registro de que mis primeros recuerdos llenos de consciencia son muy precoces. Una vez le conté a P. mi sistema infantil de “banderines”. Siendo muy pequeña, de unos cuatro años, un día comprendí que la vida se componía en su mayor parte de instantes anodinos, olvidables, que no se diferenciaban del resto por nada en particular. La idea al principio me desesperó. Vi de pronto ante mí un torrente de minutos y días y semanas que no tendrían nada para destacarse y que así como vinieron se irían sin remedio. No lograría recordarlos aún cuando en ellos hubiera reído, disfrutado, llorado, vivido.
Entonces decidí que iba a recordar deliberadamente algunos instantes al azar, instantes cualesquiera, que a priori no hubieran sido distintos al resto. Decidí ponerles banderines imaginarios, en mi pequeña y silenciosa lucha contra la futilidad de las cosas.
Lo cierto es que surtió efecto, al punto de que treinta años después aún recuerdo algunos de mis momentos elegidos: el vuelo de una mosca en medio de una multitud (probablemente era en la calle Florida, y tengo el recuerdo de estar viendo todo desde mi corta estatura de entonces), un hombre que dejó caer una bolsa repleta de naranjas que echaron a rodar calle abajo, una tarde en el patio de casa cuando la lluvia llegó de repente y los juguetes se empaparon.
Yo los elegí al azar para que quedaran protegidos del olvido en el humilde recinto de mi memoria.
Si las cosas son como decía el obispo Berkeley, entonces esos momentos “son”, nunca han dejado de ser.